Mindfulness a la fuerza o lecciones aprendidas viviendo en altura.

 

Cuando te encuentras a 4.000m sobre el nivel del mar, de repente te das cuenta del aire, o más bien, de la falta de aire. El movimiento más simple se convierte en un esfuerzo épico y para cuando llegas al primer piso, sientes los latidos de tu corazón en los lugares más insospechados de tu cuerpo. Nuestro sistema tarda hasta seis semanas en producir esos glóbulos rojos adicionales que lleven suficiente oxígeno, pero da igual que lleves paladas de datos frikis, poco va a evitar que te sientas 40 años mayor, salvo quizá que te pongas a masticar hojas de coca como un maníaco. Pero en fin, que fue en este estado de estupor encocado, que nos pusimos a contemplar el significado trascendental de ser forzados a una vida lenta.

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Estamos tan acostumbrados a apresurarnos, tan obsesionados con esa máxima de 'el tiempo es dinero' que cualquier cosa que no sea productiva solo puede significar que estamos perdiendo el tiempo, y se necesita un auténtico esfuerzo mental real para hacer una pausa, y empezar a hacerlo todo lentamente, prestando mucha atención a las cosas más simples como caminar, hablar o respirar sin quedarse sin aire, especialmente cuando se trata de hacerlas todas a la vez. Mala idea. El Altiplano te recuerda rápidamente que te estás acelerando, que no te estás centrado. La naturaleza en su sabiduría te dice que te olvidaste de simplemente disfrutar subiendo la colina y que te pierdes la mayor parte de tu vida cuando solamente estás pensando en llegar a la cima, o al fin de semana, o a las vacaciones...

A gran altitud, esa costumbre de planear constantemente, perdiéndose en el futuro significa que fallas en las cosas más simples. Una y otra vez. Y como no hay mejor lección que fallar, pronto te das cuenta de que no vale la pena centrarse en nada más que en el momento presente, porque cualquier otra cosa va a hacer que se te hunda el corazón en el pecho. Ese mismo corazón que sientes latiendo en los oídos. Una clase magistral en atención plena y mindfulness a base de agotamiento, donde simplemente saber que hay una cima (y siempre hay una) es suficiente. Así que usa la práctica del monje Shaolin y concéntrate solo en tu próximo paso, y en la próxima respiración, y en el siguiente paso... sin mirar más allá del aquí y del ahora. Estos nuevos pasos, pequeños y regulares, hacen que tu cuerpo empiece a funcionar como un reloj en el que el progreso es lento, pero resuelto, y nace un nuevo ritmo.

Cuando escuchas de verdad y el cuerpo te pide que descanses, haces una pausa, respiras y le das el tiempo que necesite para recuperarse, sin juzgarte o dudar de ti mismo por haberte detenido. Parece que hemos olvidado que está bien parar cuando lo necesitamos o peor aún, dado que muchos lo perciben como una señal de debilidad, a veces ni lo consideramos como una opción. Pero pausar es un acto sabio y nos preguntamos por qué no lo hacemos más a menudo en nuestra vida cotidiana. Si nos tomáramos nuestro tiempo para detenernos, descansar y reflexionar, tal vez no estaríamos tan agotados y medio ahogados constantemente. Y tal vez, si pudiéramos prestar más atención, centrarnos en el ahora y planear cuidadosamente nuestro próximo paso en lugar de apresurarnos hacia el destino final, no nos sentiríamos tan frustrados y podríamos disfrutar viviendo realmente en el presente. Después de todo ya sabemos cuál es ese destino final que nos espera a todos y nos hace preguntarnos: ¿Realmente tenemos tanta prisa?


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