La maldición del turista insensato (y cómo romper el hechizo).
Rodeados de hordas de turistas de todo el mundo, esperamos a las puertas del Parque Nacional de Iguazú. Estamos preparados. Estamos todos TOTALMENTE preparados. Ante nosotros se extienden más de 670 metros cuadrados que contienen los cientos y cientos de cataratas que forman una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo. Esto es turismo serio en plan “oportunidad única en tu vida”, y la atmósfera está tensa. Todo el mundo quiere ese sitio perfecto en la punta de todos y cada uno de los miradores donde, por supuesto, es imperativo hacerse un selfie -o tres- y, si la vista realmente merece la pena, conseguir que alguien te tome la foto con un encuadre que siempre resulta pésimo… Siiiii, está perfecta ¡muchas gracias!
Todos lo hacemos.
Sacamos selfie tras selfie de forma frenética hasta que, en un momento de claridad, un pensamiento perdido nos dice que guardemos ya la cámara y simplemente ESTEMOS AHÍ, para disfrutar las vistas con nuestros propios ojos.
¡Wow! ¡Que belleza tan inmensa!
Mientras intentamos abarcarlo todo, nos percatamos que algo falla. Todo parece irreal, y acelerado, como si las vistas se nos estuvieran escapando continuamente. Nos damos cuenta de que esas fotos no se parecen nada a la realidad. Realmente tiene uno que venir aquí para poder vivirlo. Hacemos una nota mental para mencionarlo a nuestros seguidores de Instagram. Quizá un filtro sea la respuesta para conseguir ese sentimiento mágico. Sí, eso es. Eso seguro que les hará suspirar. Y esta vista merece una pila de suspiros. Aunque… esta foto no lo transmite exactamente. Quizá la siguiente cascada…
Y así seguimos nuestra visita. Y resulta que cada nueva plataforma parece aún mejor que la anterior. Cada catarata nueva se merece al menos un par de selfies. Y luego, en las grandes plataformas donde las auténticas campeonas están, como La Garganta del Diablo, de verdad que no hay tiempo suficiente (ni espacio) para todas las fotos que hay que hacer. Pero espera un momento, ¿no debería estar disfrutando de esto en lugar de andar pensando cómo va a reaccionar la gente en Facebook?
Nos vemos repetidamente atrapados en esta espiral de fotos y selfies que, seamos honestos, son un ABURRIMIENTO de ver porque no solamente son todas iguales, sino que como ya habíamos concluido sabiamente antes, ninguna foto puede sustituir el estar rodeado físicamente de tan monstruosa belleza. Entonces ¿por qué lo hacemos? ¿por qué saboteamos sistemáticamente la propia experiencia, en nombre de compartir, a base de recortar, filtrar y diluir la realidad a través de una pantalla minúscula?
La respuesta rápida, esa que silenciamos hace tanto tiempo, es que te da “likes”. No es ninguna sorpresa, son la piedra angular de todos los medios sociales: eses pequeño chute de endorfinas que recibimos cada vez que alguien nos da un dedo pulgar apuntando al cielo, un voto, un corazón rojo o un comentario que no solamente valida nuestra experiencia, ¡nos valida a nosotros! Nos dice con un número muy preciso cuánto le gustamos a la gente, lo populares que somos y al fin, cuánto valemos. Tenemos tal necesidad de que nos aprueben que se nos olvida estar presentes, en el momento, con nosotros mismos y nuestros sentidos, con los sentimientos y sensaciones de nuestra realidad más actual. ¡Se nos olvida vivir! Hemos cambiado nuestra más preciada inmediatez, nuestra sensualidad e intimidad con nuestro propio ser por una promesa de amor propio en diferido, validado por los demás. Es una droga barata aunque poderosa porque ¿cómo no íbamos a compartir esto? ¿de qué sirve experimentar nada si no podemos compartirlo con todas aquellas personas cuya opinión valoramos tanto?
Lo bueno es que por supuesto que sí que sirve de algo. Porque el “like” más importante y el único que necesitas es el tuyo propio. Y además resulta que solamente cuando aceptas y empiezas a disfrutar de ese sentimiento de impermanencia, la más pura esencia de la vida, que puedes relajarte y dejar de preocuparte por lo que otros van a pensar. Sólo entonces puedes disfrutar la vida por lo que es. No la puedes atrapar, enmarcar, filtrar, congelar, ni convertirla en otra cosa. Simplemente ocurre. Es solo cuando nos despojamos de esta necesidad de que otros nos aprueben y simplemente estamos presentes, nosotros y el mundo, que podemos recuperar nuestra capacidad de disfrutar el momento.
¿Suena complicado? No lo es. La próxima vez que estés por ahí, preparado para sacar cientos de fotos de tu vida, hazte un selfie si quieres (es más de lo que necesitas) y guarda la cámara. No la toques durante el resto de la visita y al poco tiempo, empezarás a sentir una sensación de liberación, como si algo por fin encajara en su sitio, tu cuerpo se relajará y finalmente podrás sumergirte en el presente. En esos momentos no sólamente encontrarás paz, sino también aquel amor propio que tanto necesitamos.
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