La metáfora de la tirolina.

 

Agárrate suavemente al cable, lo justo para mantener el equilibrio. Si lo agarras muy fuerte, te pararás a mitad de camino. Pero si sueltas completamente vas a ir demasiado rápido y empezarás a dar vueltas sin control. Esas fueron las instrucciones que nos dieron en nuestra primera experiencia de tirolina en Costa Rica. Una metáfora de la vida, pensamos. Parece más fácil de lo que es porque tu primer instinto cuando empiezas a acelerar hacia lo desconocido es aferrarte al cable con todas tus ganas. Así que te tienes que repetir: con suavidad, que si no te vas a quedar colgando en medio del río.

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Esto es un ejercicio de confianza: confías que si relajas la mano en lugar de aferrarte por tu vida a ese bendito cable, todo va a ir bien... de alguna manera. Exactamente lo que estamos haciendo ahora al dejar Londres atrás. Nos repetimos una y otra vez que todo va a salir bien si dejamos que la vida fluya un poco más suelta. Pero este tipo de confianza no nos resulta fácil, porque estamos acostumbrados a tener todo bajo control, ajustando, corrigiendo y arreglando las cosas hasta que parezca un anuncio, o al menos hasta que estén listas para compartirlas en Instagram. Este libre fluir es algo nuevo y nos cuesta horrores conseguir ese punto medio, así que o aceleramos completamente fuera de control o apenas nos movemos.

La metáfora va más lejos aún, porque cuando saltas no sabes muy bien adónde vas. Vale, tienes una idea relativamente sólida de la dirección -hacia adelante, no te queda otra- pero el cable desaparece entre la lianas y no puedes ver esa plataforma donde aterrizas con tan poca elegancia. Pero no importa, porque la gracia de todo esto es dejarte llevar y disfrutar de las vistas. Si puedes.

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Es curioso cómo nos aferramos a las pequeñas cosas, esos placeres diarios como comprar un pan rico en tu panadería favorita o ver las series de Blue Planet con David Attenborough. En cierto momento durante la cuenta atrás todo se convierte en ‘la última vez’: La última vez que compras leche, la última reunión con tu equipo en el trabajo, la última vez que te subes a la ruta del 68… Y te das cuenta que el tema se ha vuelto ridículo cuando piensas que es la última vez que me corto las uñas de los pies en Londres. Pero piénsalo por un segundo ¿no es acaso cada momento que pasa la última vez que ocurre para todos nosotros? El hecho de dejar Londres nos ha hecho sentir con una gran intensidad todo aquello que antes nos pasaba casi desapercibido, y además es contagioso: todo el mundo alrededor de pronto se da cuenta de la importancia de estos últimos momentos. Cada detalle se convierte en algo único y precioso, pero no tanto porque nos vayamos sino porque es de eso precisamente de lo que está hecha la vida: de una larga tira de breves momentos que, si no tienes cuidado, desaparecen sin que te des cuenta. Y la verdad es que las únicas ‘últimas veces’ que son realmente difíciles son las despedidas de ese grupo de gente increíble y con tanto talento que tenemos la suerte de contar como amigos. Que se nos rompe el corazón cuando les decimos ‘nos vemos pronto’ sin saber realmente cuándo les veremos de nuevo. Os aseguramos que es mucho más emocional que la experiencia de las uñas de los pies.

En cualquier caso, según vamos al aeropuerto notamos como el miedo de soltar está muy presente: sentimos vértigo y unas ganas terribles de agarrarnos tan fuerte que se nos pongan los dedos blancos. No vemos el recorrido entre tanta maleza, pero confiamos en que seremos capaces de disfrutar del trayecto y, tratando de no hiperventilarnos, nos repetimos las instrucciones una y otra vez, como un mantra: Agárrate suavemente al cable, lo justo para mantener el equilibrio...

Swisssssshhhhh!


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